Dicen que el que nunca tiene y llega a tener, loco se quiere volver. No son pocos los ejemplos en los que políticos se avorazan con el poder y sus acciones eclipsan toda noción de decoro. La política, en su estado más noble, no sólo se rige por leyes escritas, sino por un conjunto de normas que no están por escrito: la decencia, el respeto por el legado y la humildad ante las instituciones. Sin embargo, en los últimos tiempos, hemos sido testigos de cómo estos pilares se tambalean bajo una retórica de personalismo que parece no conocer límites. Sucede en México —y nos sobran los ejemplos— y pasa en otras partes del mundo.
El ejemplo más reciente es asalto a los símbolos que perpetró el actual presidente de los Estados Unidos que decidió cambiar el nombre del Kennedy Center al “Trump-Kennedy”. Uno de los asaltos a la prudencia y a la decencia y uno de los más gráficos ha sido la decisión de la junta directiva del Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas de renombrar la institución como el “Trump-Kennedy Center”. ¿Cómo fue que esto se pudo hacer realidad en un país que ha sido estandarte de la democracia?
Este atrevimiento no es un simple cambio de papelería; es un acto de canibalismo simbólico. El Centro Kennedy fue concebido como un monumento vivo para un presidente asesinado, un símbolo de la aspiración estadounidense por la cultura y la justicia. Intentar eclipsar ese legado anteponiendo el nombre de un presidente en funciones —cuya propia junta directiva impulsó la medida— trasciende la ambición política para entrar en el terreno de la vanidad desenfrenada.
Como bien han señalado los descendientes de la familia Kennedy, hay monumentos que pertenecen a la nación, no al ego del mandatario de turno. La erosión de las normas invisibles va más allá de los nombres en los edificios emblemáticos y monumentos representativos, la decencia se ha visto comprometida en otros frentes que afectan la fibra misma de la convivencia:
- El uso de la gracia presidencial: El perdón a figuras procesadas por el ataque al Capitolio ha sido visto por muchos no como un acto de justicia, sino como un mensaje de impunidad hacia la violencia política, rompiendo el consenso básico de respeto a las instituciones democráticas.
- La retórica de la deshumanización: El uso constante de adjetivos denigrantes para oponentes, instituciones y grupos vulnerables ha normalizado un lenguaje que, hace apenas una década, habría sido impensable en el Despacho Oval.
- La personalización del Estado: La tendencia a tratar las agencias gubernamentales y los monumentos nacionales como extensiones de una marca personal (Trump) debilita la idea de que el servicio público es transitorio y está al servicio de todos, no de un individuo.
Podríamos preguntarnos: ¿Por qué importa la decencia? Podría argumentarse que la decencia es un concepto subjetivo o débil frente a la eficacia política. Sin embargo, la decencia es el aceite de la democracia. Cuando un líder ignora el decoro, envía una señal a la sociedad de que las reglas son opcionales y que el poder es un trofeo para ser marcado, no una responsabilidad para ser ejercida con sobriedad. La verdadera medida de un líder no es cuánto puede imponer su nombre sobre el pasado, sino cuánto puede proteger el futuro de las instituciones que lo precedieron.
El caso del Kennedy Center es solo el síntoma de una enfermedad más profunda: la convicción de que la historia comienza y termina con uno mismo. Si permitimos que el narcisismo sustituya al respeto institucional, corremos el riesgo de despertar en un país donde los monumentos ya no nos recuerdan quiénes fuimos como pueblo, sino quién tiene el poder de comprar las letras de la fachada.
Y, lo que vemos allá, también se repite por acá. No es el ejemplo de lo que sucede allí sino que trasciende fronteras. Aquí vemos como el respeto institucional ha sido usado para trapear el suelo nacional y para elevar nombres a alturas que no debieron pasar del suelo. No podemos olvidar que alabanza en boca propia es vituperio.