Uno de los anhelos grandes del ser humano es ser libre: libre para creer, crear, decir, hacer; libre para ser. La libertad es un derecho humano fundamental que consiste en la capacidad de las personas para buscar la vocación e identidad con más allá de ataduras, es poder elegir. A lo largo de la historia de la humanidad, la búsqueda de la libertad ha sido una lucha constante. Una de las principales manifestaciones de los seres libres es la capacidad que tenemos de buscar, preguntar, verificar, recibir y difundir ideas e información de toda índole, por cualquier medio y sin censura previa. Esto es, además, un derecho vital para la democracia y la dignidad humana. Y, claro que este derecho está sujeto a límites éticos y legales establecidos para proteger derechos de terceros como el honor, la seguridad nacional o el orden público. Hoy, estamos viviendo el punto peligros de expresar nuestra opinión.

Se ha recorrido un arco perverso desde las palabras de Don Benito Juárez: “el respeto al derecho ajeno es la paz” que tiene dos puntas muy filosas: creo que puedo decir lo que me venga en gana sin consecuencias y si dices lo que piensas serás duramente sancionado. Uno puede disentir y esa es la libertad. Tener el derecho a pensar y a partir de ello, expresar nuestros acuerdos y desacuerdos. Resulta que estas conquistas se están perdiendo en un mundo que se vuelve cada vez más intolerante.

No nos sucede sólo en México, en donde vemos que si no estamos de acuerdo con la clase reinante, lo menos que recibiremos son abucheos. Pasa en Estados Unidos que históricamente había sido la tierra prometida de la libertad de expresión. Basta ver la eliminación del programa de Jimmy Kimmel como uno de los ejemplos de represalia de más alto perfil de la gente en el poder. Tras el asesinato del activista conservador Charlie Kirk el programa de comedia salió de la programación. Hay libertad de expresión y luego está el discurso de odio. El problema está al tratar de clasificar qué es una palabra libre y qué es una de desprecio. Y no, la clasificación no se da en función de quién pronuncia estas expresiones.

Lo terrible es que parece que así es. Si Donald Trump, Vladimir Putin, Benjamin Netanyahu, Maduro, López Obrador, Fernández Noroña se expresan con desprecio de sus adversarios es libertad de expresión y si lo hacen los demás es discurso de odio. Por ejemplo, el presidente Trump dijo hace unos días: “Los radicales de la izquierda son el problema. Y son viciosos, y son horribles, y son políticamente inteligentes”. Todos sabemos en qué cajón poner estas actitudes. El señor Kirk tuvo expresiones muy duras que no fueron bien recibidas por muchos sectores de la población en su país y fuera de él.

Es difícil discernir y delimitar la libertad de expresión. Durante décadas y décadas, ha quedado muy claro que no se puede prohibir o castigar un discurso porque se considere que su contenido sea odioso. Pero, en donde debemos de encender las luces de alerta es cuando el discurso se pronuncia desde el poder y se compone de palabras vengativas. La fuerza de quien está autorizado a usar violencia de manera legal, es decir, del Estado es inconmensurablemente mayor que la de cualquier partícular. Incluso, cuando ese particular es una institución tan prestigiosa como el periódico The New York Times.

Hay que vigilar y poner atención cuando la administración del Estado intenta convertir la personalidad de los medios de comunicación en eternos aplaudidores. La crítica es necesaria y debe hacerse en libertad y en seguridad. Cuidado con esos vocablos engañosos que se usan para perseguir las libertades que los ciudadanos dan por sentado: su derecho a hablar de otras personas, a decir que la autoridad se equivoca, en fin, a decir lo que les plazca.

Cuando es peligroso expresar nuestra opinión, hemos llegado a un punto en el que el ejercicio del poder parece un intento de imponer algo para lo que no hay un apoyo popular real. Me pregunto si nos estamos dando cuenta o no.