Los niveles de violencia que alcanza la violencia contra las mujeres es muy alta en sus tipos, entornos, intensidad y frecuencia.

La violencia, al ser una práctica aprendida, requiere de muchas escuelas y maestros.

Dentro de los muchos tipos de violencia que existe el hostigamiento y el acoso sexual es uno de esos que resulta parte del paisaje al ser algo tan común, y que genera niveles de inseguridad y estrés significativos a las mujeres.

La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, en su artículo 13, define al hostigamiento sexual como “el ejercicio del poder, en una relación de subordinación real de la víctima frente al agresor en los ámbitos laboral y/o escolar. Se expresa en conductas verbales, físicas o ambas, relacionadas con la sexualidad de connotación lasciva”.

Mientras que el acoso sexual lo considera como “una forma de violencia en la que, si bien no existe la subordinación, hay un ejercicio abusivo de poder que conlleva a un estado de indefensión y de riesgo para la víctima, independientemente de que se realice en uno o varios eventos”.

El hostigamiento y el acoso sexual presenta muchas caras en la cotidianeidad. En su obra, “La cabeza de mi padre”, la escritora Alma Delia Murillo, presenta un listado de incontables experiencias de acoso: “desde señores que se masturbaban frente a mí en el andén del Metro o agazapados en las escaleras buscando la forma de llamar mi atención para que viera su verga erecta y con eso llegar al culmen de su excitación; hasta los que se atrevieron a tocarme, a rozar discretamente el brazo contra mis senos o aquel que, de plano, antes de bajar del tren en la estación Hidalgo, se coló en el gentío y metió la mano entre mis piernas con tal violencia que sentí que mi ropa se había roto”.

Sobre este caso en particular, recuerda cómo reaccionó y detuvo al agresor agarrándolo del brazo, cómo se formó una turba alrededor a su derredor que no le permitió escapar, cómo los dos agentes de la patrulla trataron de convencerle para que no lo denunciara porque era muy engorroso y aconsejaron que mejor se vengara dándole unas patadas, cómo el Ministerio Público condenó la “falta administrativa” que no alcanzó la tipificación de delito con una multa de quinientos pesos que el tipo no pudo pagar y por eso pasó unas horas recluido, cómo uno de los policías que tomó su denuncia y anotó sus datos, llamó esa misma noche a su casa para invitarla a salir con él, cómo intentó explicarle que era el colmo de la cultura del acoso que usara un dato personal para invitarla a salir. Cómo colgó diciéndole que era una tonta y que me hacía del rogar.

Dice la autora: “parece un esperpento, una mala comedia, pero esto es México, y así funciona el sistema que un engranaje exasperantemente machista ha creado”.

Comportamientos machistas aprendidos de otros hombres, en ocasiones desde la infancia cuando el niño observa cómo los adultos de su alrededor se comportan con las mujeres.

Comportamientos de muchos hombres (no todos), pero que no hacen más que sumar desconfianza e inseguridad a las mujeres respecto a los hombres en general (aun hacia aquellos que pudieran no ser acosadores).

En una ocasión salí a trotar por las calles del circuito habitacional donde vivo. Una nueva vecina también trotaba. La primera vez que coincidimos —de frente, pues corríamos en sentido contrario— nos saludamos discretamente, asintiendo ligeramente con la cabeza. Pero cuando en la segunda vuelta, estábamos a punto de coincidir, nos miramos muy a lo lejos, y ella decidió tomar otro rumbo para evitarme, probablemente porque el sitio del cruce no sería en la calle principal, sino en un jardín un tanto solitario.

El circuito habitacional era seguro. Y juro que no tenía intenciones de faltarle al respeto, molestarla, menos aún acosarla. Sólo trotaba en el mismo circuito que ella. Aun así, su sistema nervioso activó la inseguridad al desconocer mis intenciones, pues tenía conmigo ese que se ha convertido en factor de riesgo para una de cada dos mujeres, si de acoso sexual hablamos: ser hombre. ¿Cuántas experiencias de acoso habrá vivido en un país donde las cifras —aun cuando no son fidedignas— son altas? Las suficientes para tener precaución ante un desconocido.

La escritora Murillo dice: “nosotras sabemos que hay un larguísimo tramo de nuestra vida que puede durar tres décadas (o más) donde cada día, en cada lugar, en cada espacio público, en muchos espacios privados, en cada intercambio profesional, laboral o social, habrá un hombre que te acose”.

Cada vez que un hombre incurre en comportamientos violentos, en un abuso de poder ejercido desde lugares de superioridad que una cultura machista, misógina y patriarcal (valga la redundancia) le arroga, provoca sufrimiento y daño a la víctima, incurre en delito, y de paso hace mala fama a sus congéneres.

Necesitamos una manera diferente de educación para los hombres desde su más tierna infancia para que en veinte o treinta años, las mujeres puedan sentirse seguras en los espacios públicos y privados; una reeducación para quienes hoy ya somos adultos, así como una actitud de franca oposición a las violencias de los congéneres para que hoy mismo podamos ir revirtiendo la inseguridad de nuestras comunidades.

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